
Curioso destino el de Quinto Horacio Flaco. Primero, su Carpe diem, cuyo sentido era estoico, es considerado hoy como el llamamiento al hedonismo por excelencia. Esto, por supuesto, no es culpa de él, sino de los diccionarios de citas y de sus inescrupulosos lectores. Pero es de extrañar otro hecho curioso en su obra; una notable contradición en la que nadie parece haber reparado. Horacio promovió en uno de sus poemas más conocidos, el "Aureas mediocritas", la "dorada mediocridad", como doctrina o moral necesaria para alcanzar la felicidad. Sin embargo, su obra poética dista en mucho de ser mediocre. De su destino personal, ni hablar. En su vida fue todo, menos un hombre más entre los hombres: nunca pasó desapercibido. De hecho, nació siendo esclavo y llegó a compartir la mesa de los reyes e, incluso, a ser tutor de los aristócratas de su época. Por si fuera poco, fue también el principal protegido del más grande mecenas que haya existido: el propio Mecenas.
¿Se equivocó al promover la mediocridad como vía? ¿Nos equivocamos nosotros al suponer que lo que él buscaba era ser feliz? Como todos los grandes hombres, Horacio temió ser olvidado: temió morir del todo. Su enorme obra es un gesto de desesperación ante la muerte, ante la nada:
Terminé un monumento más perenne
[que el bronce
y más alto que las regias Pirámides
al que ni la voraz lluvia ni el
[impotente Aquilón
podrán destruir, ni la innumerable
sucesión de los años, ni la huida de los tiempos.
No moriré del todo: una gran parte de mí
se salvará de Libitina. Creceré
[en los que vengan
tras de mí con gloria siempre nueva,
mientras suba el pontífice al Capitolio
junto a la virgen silenciosa.
Se dirá de mí, allí donde el violento
Aufido fluye ruidosamente y donde
Dauno, pobre de agua, reinó
sobre silvestres pueblos,
que, aunque de humilde cuna, fui capaz
el primero de trasladar la lira Eolia
a metros Itálicos. Toma, Melpómene,
para ti la gloria ganada por mis méritos,
que yo sólo quiero que ciñas de buen grado
mi cabellera con laurel Délfico.
Salve Horacio.