Antes que nada, debo aclararles que este no es un libro para personas religiosas. No estoy muy seguro, incluso, de que ese tipo de gente me resulte muy simpática. Esto no debería sorprender ni escandalizar a nadie, pero imagino que sí lo hará. Si algo me ha llamado la atención con el correr de los siglos es la cantidad de sujetos capaces de escandalizarse por todo. No puedo mirar hacia atrás, tampoco, sin dejar de constatar con tristeza lo asociadas que están estas personas a los actos de crueldad más aberrantes de la historia. A las armas las carga el diablo y las descargan los fanáticos religiosos.
Pero no quiero perder el hilo: les decía que no debería escandalizar a nadie que la gente atenta a la religión no me resulte del todo simpática y voy a extenderme sobre el por qué: los más inteligentes e intuitivos hombres de la historia han dedicado su vida a dejar en claro (a lo largo de los siglos, las naciones, los idiomas, e incluso, las más diversas religiones), que cada hombre en el mundo es un ser moral, es decir, alguien que debe tomar decisiones, muchas veces difíciles, terribles y angustiantes, y asumir hondas contradicciones y enfrentar temores, corriendo, obviamente, el peligro de equivocarse.
Algunos le han llamado a esto libertad o albedrío. Llámenle como quieran: lo único cierto es que invocar mi nombre y repetir como loros lo que lean en un libro, por más sagrado que sea, no les quita responsabilidad sobre sus actos.
Imagino lo que se preguntan en este punto: “¿Pero, entonces, este tipo no escribió la Biblia ni el Corán?” La respuesta es que en cierto modo sí… y en cierto modo no.
Uno de los sujetos que mejor me ha definido (aunque de modo parcial) es un tal Hegel, un filósofo alemán del que tal vez hayan oído hablar. Me cuesta reconocerlo porque, de hecho, no estoy muy seguro de que los filósofos me caigan muy simpáticos tampoco. He creado un mundo amplio, maravilloso, soberbio… y si lo hice, no fue para que un montón de ñoños se pasaran la vida en un cuarto, quemando la grasa de sus linternas mientras se preguntan por qué la grasa de sus linternas se quema.
Ni religiosos ni filósofos: no puse ahí el mundo ni para ñoños ni para chupacirios; ni para la contemplación del mundo, ni para la de mi grandeza ––ni que fuera yo una quinceañera necesitada de piropos, insegura de su belleza. ¿De verdad piensan que construiría yo un mundo que pudieran desmenuzar al punto de dejarlo sin misterio alguno o que podría haberlos creado para que sean mi espejito de bruja malvada y me recuerden que soy bueno y todopoderso? Voy a volver sobre este asunto, no desesperen.
Hegel, decía más arriba, habló alguna vez de la nada como del todo en potencia, es decir, la absoluta posibilidad. Mejor habría hecho este chapucero en escribir Dios donde escribió nada. No hay cosa que puedan pensar, creer o crear, que no esté prevista por las posibilidades que le he dado al mundo y al hombre: todo libro fue concebido por mí antes de ser escrito por cualquier hombre y toda inspiración es divina, puesto que nada puede exceder los límites de lo creado. Se los voy a decir una vez y no voy a insistir más sobre el tema: yo soy Dios.
Estas palabras, que un hombre se va a tomar el trabajo de escribir por mí forzosamente (puesto que el idioma de los hombres es sucesivo y temporal y el mío no, además de que mi intervención en el mundo es, por decirlo de algún modo, indirecta), están regidas por esa misma lógica: son posibles, por lo tanto, son mi obra. Pero lo son, por supuesto, también del hombre que las ejecuta y lo son, acaso, de un modo más completo y trágico: porque yo recorro todas las sendas a un tiempo, mientras que cada hombre debe optar, como aquel viajero de Robert Frost, entre dos caminos, renunciando al otro para siempre, al menos en este mundo.
En pocas palabras y parafraseando a alguien (demasiado famoso a mi criterio), yo no juego a los dados con el mundo, pero sí los he creado y los puse en sus manos. Eso sí: no importa cuántas veces tiren un dado: el resultado, continuando con la analogía, será en todos los casos un número entero entre uno y seis. Esas son las reglas. El resto de los resultados posibles constituyen el hipotético terreno del milagro que, como es sabido, me es propio por definición. Podríamos decir que nada de lo que hagan deja de ser mi creación, del modo en que nada de lo que haga una máquina, deja de ser creación del hombre, aunque la analogía no es del todo exacta. Mejor podríamos decir que nadie puede jugar una partida de naipes que no esté prevista por aquel que diseñó las reglas del juego.
En el fondo, mi gran regalo a los hombres es ese poder poner en juego lo dado, actuar de una de las infinitas formas y no de otra y no el albedrío, que no es más que el camino hacia el gran regalo, el más maravilloso y, quizás, el único: la identidad. Cada decisión (contra lo que muchos creen) no es una moneda que inclina nuestra suerte hacia el éxito o el fracaso sino hacia dos hombres distintos entre los que un hombre debe elegir: es uno mismo, lo que uno es y será o no será, lo que está en juego. ¿Que no se premia la bondad con éxito o riqueza? Por supuesto que no: el premio de actuar con bondad es ser más bueno y punto. ¿Se puede elegir ser un canalla y triunfar? ¡Qué noticia! ¿Cuál es el precio? El precio de actuar como un canalla es volverse uno.
Puede parecerles esto insoportablemente cruel, pero lo cierto es que los dados no son dados cuando el juego acaba y sólo lo son en función de las reglas de ese juego. Al final de todo, cada acto humano es deleznable en sí mismo, como absurdas son las figuras de la baraja para un perro.
Ya sé, la pregunta es clara y directa: “¿Somos libres o no?” Si piensan temporalmente, sí; si piensan eternalmente, no o, mejor dicho; si viven del primer modo, sí, del otro, no. La verdad, desde un punto de vista metafísico, es bastante relativa: depende de a qué parte del laberinto hayan accedido. Lo cierto, con el tiempo, deviene en falso.
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