Amílcar Zorpodín afirmaba haber llegado a los ciento ocho años por haber sabido elegir a las putas. El secreto de la inmortalidad, según Zorpodín, estaba en algunas mujeres, en esas que “parecen mirar desde más allá del tiempo”, declaración pretenciosamente poética que se volvía muy curiosa en aquella boca desdentada, ya sin labios, pero, incluso así, profundamente voluptuosa, dulcemente lúbrica... Uno podía pasar horas viéndolo mordisquear con sus encías aquella pipa interminable, rara vez prendida, tratando de abstraerse del desagradable río de baba que solía recorrerla, formando enormes gotas que acababan por caer en rápidos chicotazos, y que uno hacía enormes esfuerzos por no mirar.
Los ojos de Zorpodín eran de un azul que no existe en el mundo, de un azul que era más hondo que ese mar que había estado viendo toda su vida, desde tantos barcos que “me sorprende”, decía el viejo, “que todavía haya algo que pescar”. Aquel azul no parecía hecho para el mundo, parecía salir de más allá, del territorio de los sueños y las maravillas. Mostraban la magia que le había tocado vivir al viejo, esa magia que había robado de mil mares, que había vivido en el amistoso abrazo de hombres de mil razas, en el licor de mil pueblos que todavía llevaba en la sangre. Porque Zorpodín vivía en un perpetuo estado de éxtasis, en una ensoñación alcohólica que, a veces, degeneraba en una borrachera cruel. Entonces, al viejo, que parecía haber vivido la totalidad del tiempo, le llegaban, desde más allá de ese inagotable tiempo, los recuerdos que él prefería domados.
No había tenido nunca hijos y quizás eso era lo mejor, porque Amílcar, a pesar de su edad, no parecía tener edad, no hubiera podido ser nunca el padre o el abuelo de nadie. Era inescrupuloso y hedónico. Hacía de la vida un trago de ginebra que apuraba rápidamente, con una violencia que hacía inverosímil su longevidad. Le gustaban las mujeres más que ninguna otra cosa y, también, el alcohol y el tabaco, la noche sobre el inmenso mar y el silencio quejumbroso y mordaz de los burdeles. Y le gustaba, sobre todo ahora, resignado a su célibe infancia centenaria, hacer un extraño chasquido con su lengua una vez que dejaba caer una de esas gemas poéticas, tan características en él, para luego dejar vencerse por el otro Zorpodín, no el poeta chapucero de palabras lentas y antiguas, sino el otro, el que había luchado, inconcebiblemente, en la segunda guerra, el que había conquistado la cima del Kilimanjaro y bebido las aguas del lago Viktoria, el que había compartido fogatas de noche y ginebra con guerreros maoríes en Samoa, con rudos pescadores rusos y pigmeos de piel “casi azul de tan negra”, ese otro poeta anecdótico y vital, más hondo e intuitivo, más profundo y humano:
––...con ojos que miran desde más allá del tiempo...––, decía y, entonces, el chasquido, la pipa saliendo de su boca, los ojos entrecerrados por el humo blanco y espeso y el remate rotundo, siempre chusco ––Eso y el culo grande, nene, el culo bien grande, que no me entre las manos...
Aloir Edef