Conocida
es esa forma curiosa del machismo denominada “marianismo”, que llega a un mismo
lugar siguiendo un proceso de razonamiento diametralmente opuesto. Para el
marianista, es la superioridad moral de la mujer la que la condena a la crianza
de su progenie, porque qué bien se hallaría en dejarla a manos del hombre,
siendo este claramente inferior.
Así,
las canalladas perdonables en el hombre (tan débil ante la tentación por
fragilidad de carácter) no lo son en la mujer, de la que se espera una entereza
y sacrificio mayores. Siendo el resultado de ambas teorías el mismo, uno no
puede dejar de señalar el agregado de indecible cinismo del marianismo.
Me
ha sorprendido constatar, a lo largo de mi vida, que este tipo de razonamientos
suele aplicarse a casi cualquier cosa; triste es admitir, que la literatura no
ha sido una excepción. Existe quien deplora todo ejercicio literario por no
tener en estima alguna a la literatura misma. Con su agregado de cinismo, el
marianista literario se coloca siempre en un pie de superioridad respecto al
potencial escritor, porque su desprecio no surge sino de un postulado amor por
la literatura y no de su desprecio.
El
ejercicio crítico no es caro al marianista literario; presume su desdén,
incluso antes de leer. Ve en su prejuicio su jactancia y no la frontera de su
conocimiento. No quemaría jamás un libro, pero no encontraría mal alguno en que
dejasen de editarse. No hay en él apetito de descubrimiento ni resignación; no
abriga esperanzas en el hallazgo de un nuevo talento, sino en el fin de la
literatura o, al menos, en la anhelada síntesis de esta a una colección de
museo, ordenada, severamente jerarquizada y muerta.
Como
en la mayoría de los casos, su vicio es su castigo.
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