jueves, 21 de noviembre de 2019

APOCRICIDIOS: ARTURO CANCELA




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DE CÓMO EL CAMPEÓN MUNDIAL DE AJEDREZ SE REENCUENTRA CON LAS CALLES DE BUENOS AIRES, DONDE ES JAQUEADO POR UN ALFIL Y SU PROPIO CABALLO, ADEMÁS DE SUFRIR LA CÓLERA DE UN POCO HOSPITALARIO AGENTE DE LA LEY


Alekhine, sin un rumbo cierto, se había abandonado en el bullicio de la ciudad, absorto en el análisis de una variante de defensa siciliana que lo tenía a mal traer. Ni siquiera era consciente de estar sobre el asfalto cuando se encontró jaqueado por un gigantesco alfil blanco. La enorme pieza se había materializado de la nada; el ruso tuvo tal sobresalto que dio uno o dos pasos hacia atrás en medio del tráfico y hubiera caído bajo los cascos de un caballo si su jinete, un vigilante malhumorado y un poco ebrio, no le gritaba a voz en cuello: 
........–Oiga, otario. ¿Quiere que lo deje como cinco e’ queso?
........–Par Dieu! –gritó Alekhine y, dando un salto digno del primer bailarín del Bolshoi, se subió a la vereda.
........Ausente por completo, no escuchó el resto de los insultos del vigilante, preclaros incluso para su pobre español de dragomán trotamundos. 
........No salía del asombro por lo que acababa de pasar; no porque fuera consciente del peligro que había corrido de ser atropellado, sino porque no podía explicarse cómo aquel alfil intempestivo había burlado su defensa… ¿Qué había sido de su siciliana? El jaque debía llegar de b5... ¿dónde estaba, entonces, su peón de d2? Y lo más extraño de todo es que el caballo que casi lo había matado no podía ser otro que su propio caballo de dama; obviamente lo había movido a c6 para interponerse al alfil, pero cuándo había hecho tal cosa… ¡y dónde se vio que un caballo ataque a su rey?
........Todo ese lastre absurdo, demencial, había salido a flote en el naufragio de su mente, ausente todavía de todo lo que lo rodeaba, antes de que el ruido de la calle lo devolviera al mundo, a la humillante mirada de escarnio de los transeúntes porteños. 
........“¿Un caballo real?” se preguntó entonces el ruso, como si no acabara de creer que tal cosa pudiera existir, como si ese fuera el primer caballo que viera en su vida. (Aunque, a decir verdad, lo cierto es que no lo había visto; apenas si había distinguido una sombra fugaz, que dejó una estela de pardo y azabache impresa al borde de su campo visual.) Algo se alborotó entonces en su cabeza: si ese caballo había sido real ¿era ese alfil gigantesco real también? No, no podía ser… Estaba seguro de que eso era imposible; no, por supuesto, que aquella mole inexplicable existiera, sino que no podía tratarse de un verdadero alfil. Como para todo ruso, para Alekhine no constituía ningún misterio que el alfil representa a un elefante en el tablero, dado que ambas cosas compartían un mismo nombre en su idioma; podía serlo para un loco francés, para un obispo inglés, o incluso para Capablanca, porque el español conservaba la palabra original árabe para la pieza y la había modificado, en el uso, hasta llegar a la palabra que designaba a los torpes y poco agraciados paquidermos mausofóbicos, de enormes probóscides, que habían llevado al ejército de Aníbal a arrasar Roma hacia el segundo o tercer siglo antes de nuestra era. 
........¿Qué vería Capablanca ahí donde el veía un elefante? Alekhine no se detuvo mucho tiempo en esta pregunta; como a todo políglota, el asombro implícito en el hecho de que un idioma puede condicionar y, de hecho, condiciona el modo en que uno ve el mundo, no solía asaltarlo a menudo, ni con la fuerza con que puede hacerlo a un filósofo, o a un niño, es decir, a un filósofo, cuando descubre otro idioma fuera de su lengua materna. Además, esa pregunta, posiblemente, nunca tendría una respuesta y ni siquiera recordaría haberla hecho un segundo después; la imagen de un busto marmóreo de Aníbal (un lejano recuerdo o, quizás, mero fruto de su sofisticada imaginación), terminó imponiéndose en su mente decimonónica, más afín a la historia y al naturalismo por su formación enciclopédica, que a las especulaciones de carácter lingüístico. Por mera asociación, los elefantes del general cartaginés no tardaron en mezclarse, en su memoria, al no menos famoso Jumbo, el rey de los elefantes, aquel magnífico espécimen de Abisinia que había asombrado a Europa a fines del siglo pasado, poco antes de su nacimiento, y sobre el que hasta su padre le había hablado alguna vez, con ese desapego afectado con el que todo snob aprende a disimular su interés. Pero eso que estaba frente a él no era un elefante, no se parecía en nada a un elefante, y ni el enorme Jumbo tenía el tamaño de esa mole absurda, que, como buen alfil, fingido o no, proyectaba su diagonal de sombra sobre la calurosa histeria de la ciudad. 
........Se trataba de un edificio color tiza, sin ventanas, balcones ni gárgolas, en forma de prisma alargado, coronado por una pirámide minúscula, casi imperceptible desde su perspectiva, demasiado cercana… 
........“¡Un obelisco!”, se dijo el ruso. Sí, era eso: un obelisco. Pero ¿qué hacía un obelisco en medio de Buenos Aires? Ahora reconocía la avenida central y algunos de los edificios que empezaron a corporizarse a su alrededor le empezaban a resultar familiares. Se sentía en condiciones de afirmar que ese monstruo, que apenas si podía pasar por el colmillo de un paquidermo, no estaba ahí en 1927, cuando había visitado la ciudad por primera vez para arrebatarle el título a Capablanca. 
........Aquella presencia inusitada era un verdadero misterio. Hasta donde Alekhine sabía, los argentinos eran, en su mayoría, una raza latina, no egipcia, y Buenos Aires se caracterizaba por el corte neoclásico de su arquitectura. 
........Algo siniestro se debía ocultar tras esa construcción abstrusa. ¿Y si todo era una trampa del maestro cubano? Quizás los argentinos le guardaban rencor y se habían unido a su enemigo para engañarlo. Una idea genial, del tipo de ideas que sólo la paranoia o el ajedrez podían inspirarle, irrumpió entonces en la mente del ruso con la misma fuerza que la primera jugada de un final artístico. ¿Y si ese no era un obelisco? Su primera impresión había sido la de estar ante una pieza de ajedrez que lo amenazaba. ¿Y si no se trataba de un alfil, sino de un Canciller o un Arzobispo, uno de aquellos engendros que el cubano había creado para completar su desquiciada variante de ajedrez? Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar que el Arzobispo sumaba las posibilidades de movimiento de un caballo a los de un alfil, por lo que era capaz de dar mate por sí sola a un Rey refugiado en una de las esquinas del tablero. ¿Y no se había movido la muerte, un segundo antes, como alfil y caballo a la vez? Podía sonar como una locura, incluso para él mismo, pero ¿quién podía negar, acaso, que había estado a punto de morir en Buenos Aires, esa esquina austral de un tablero, hecho de negras noches y de blancos días, ese confín apenas civilizado y real del mundo?
........Los transeúntes de la 9 de Julio seguían mirándolo como a un loco. De nada le hubiera servido a Alekhine explicarles que él no era un loco, sino un ajedrecista y que todo ajedrecista que se precie, era, por extensión, un artista. ¿Cómo podía explicarles a ellos, en un idioma que apenas si balbuceaba, la sutil distancia entre uno y otro? En pleno éxtasis, en pleno alboroto místico, sólo sabía dos cosas a ciencia cierta: que no podía quedarse ahí sin riesgo de ser arrestado por los coléricos representantes de la ley, llevado a un psiquiátrico o linchado, y que, de manera imperiosa, urgente e impostergable, necesitaba un trago.   


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