Más de una vez he visto a Maradona dar
pases que nadie entendía; la pelota llegaba al centro del área, donde más
duele, pero al delantero ni se le pasaba por la cabeza ir a buscarla ahí. Los
goles, si los había, terminaban llegando por la insistencia en desbordes por
atropellada y sendos centros a la olla.
Esto lleva a una conclusión terrible: un
cuatro esforzado, para un nueve sin luces, resultaba más eficiente que
Maradona.
El resultado es que hoy, algunos ni
siquiera tratan de parecerse a Diego, a Bochini o a Riquelme: sueñan con ser cuatros
eficientes para nueves sin luces, por la sencilla razón de que esos nueves son mayoría.
En literatura pasa algo parecido: el
miedo a no ser entendido hace que muchos sueñen con ser un cuatro de copas y
nadie intenta poner en dificultades al crítico y, mucho menos, al lector. Se ha
llegado a construir, incluso, una moral proto democrática para justificar este
ejercicio canallesco de mediocridad.
En fin, que el elitismo, en ocasiones, es
una fatalidad de aquel que pretende, de vez en cuando, tirar una pared, y no un
gesto aristocrático de desprecio hacia el otro.
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