miércoles, 29 de agosto de 2012

LA LEY DEL CERO

Ubi sunt qui ante nos in hoc mundo fuere?

Imaginemos, por un segundo, que la vida de un hombre puede ser expresada por una ecuación ––las teorías del juego ya lo han hecho.
Ahora bien, algunas vidas podrían ser expresadas con una ecuación simple (muy simple), accesible a un chico; otras sólo serían expresables con ecuaciones tan complejas, que sería casi imposible entenderlas.
Imaginemos que tenemos a nuestro alcance la más simple y la más compleja de esas ecuaciones y la encerramos entre paréntesis.
Finalmente multiplicamos a las dos por cero. El resultado es el mismo en ambos casos; es el mismo en todos los casos.
El primer cero es la muerte; el segundo (el resultado), el olvido.

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Nota del 10 de noviembre de 2015: hay un corolario o verdad implícita que no había notado hasta hoy. A los efectos de la analogía dada, nuestra existencia, en tanto dada en un espacio y un tiempo determinados están, efectivamente, encerradas entre paréntesis.
  

martes, 28 de agosto de 2012

EL IGNORANTE


No hay caso; nunca aprendo. Siempre fui un pésimo alumno.
Fui vencido y no aprendí a rendirme. Fui traicionado y no sé negar mi mano. Fui despreciado y no sé qué cosa es el rencor; vejado, y no conozco la venganza. El ruido insobornable del imbécil siempre acalló mi verdad y no aprendí a cambiar mis argumentos por un grito.
En un mundo de personas muy, pero muy, serias, pierdo el tiempo persiguiendo un sueño… ¡Ah! Por cierto; para colmo de males, también creo en la justicia.
Mi destino es la ignorancia; lo admito y lo celebro.

lunes, 27 de agosto de 2012

sábado, 25 de agosto de 2012

VOCES



A fugitivas sombras doy abrazos...

Voces, nada más que voces... con eso tratamos de olvidar nuestro miedo al silencio. Absurdo, porque el temor está ahí y siempre vuelve, cambiando sus máscaras habituales por otras más simples, que pasan desapercibidas a nuestros ojos.
Voces... voces y más voces que acaban en el temor de ya no saber quién habla; si somos nosotros o la muerte, si todavía podemos, a pesar de nuestro miedo, seguir siendo nosotros. 

lunes, 20 de agosto de 2012

NICTALGIA



––Linda noche, no?
Miré el cielo como si hiciera falta; un par de estrellas derramando esa luz que los poetas llaman diáfana, una brisa cálida y no muy fría cruzando la playa, la gravitación misteriosa de un mar invisible… ¿Qué más se podía pedir? Lo que se dice una noche hermosa, sí. Pero ¿quién era ese tipo? Y lo más importante: ¿era real?

––Defina real ––dijo Atávico… Pero no; eso fue mucho después; y ese que estaba ahí no era Atávico.

¿Quién era?
Yo apenas lo veía. Era una especie de nube perdida en la penumbra; la caprichosa combinación de un sobretodo, un sombrero anacrónico y un bastón; poco menos que nada ––poco menos que alguien.  
Hice un gesto ambiguo, indescifrable en la oscuridad, y él se quedó a la espera, dando golpes ansiosos en la arena con su bastón.
“No; no lo conozco: eso es seguro”, pensé.

Describir a alguien es practicar una magia pobre y absurda.

Tendría unos cincuenta años. Su sobretodo estaba peinado al estilo de los novelines de espionaje. Tenía un aire equívoco… Quiero decir, que se lo notaba disfrazado y apenas cómodo con su disfraz; como el que trata de seguir con una broma que ya no tiene gracia. En síntesis: todo en él era pobremente teatral. 
––Hoy no tendría que matarse nadie, no cree?
Lo miré con curiosidad antes de responder:
––¿Por qué cree que me voy a matar?
La frase era ridícula, pero su pregunta (su sola apariencia) lo era mucho más... Para colmo, tenía un monóculo ridículo en su ojo izquierdo, que parecía una escotilla cerrada en medio de la cara.

La voz de un extraño en la noche es siempre un poco irreal.

––Escuchó alguna vez eso de “El que piense en suicidarse, que espere el diario de mañana.”
Una orquesta lejana empezó a sonar en ese momento. No sé si era un buen momento, pero estaba ahí ––al menos en lo que a mí concierne.
“¿Eso es Mozart?” pensé ––deseé. A veces deseo demasiado.

 No es posible desear demasiado; la naturaleza del deseo es desmesurada.

Era, por lo menos, algo parecido a la sinfonía Júpiter, pero cantada por voces de pájaros o de locos.
––¿Serán esos los pájaros ebrios de Mallarmé?
(No estoy seguro de haberlo dicho en voz alta).
––¡Qué pregunta! ––dijo el otro y me asusté por un segundo… ¿Sería ese hombre un telépata? ––Por supuesto que conoce eso del diario de mañana ––dijo, para mi tranquilidad y decepción ––La verdad, el que no lo conocía era yo… Me dijeron que lo usara con usted y lo usé… Una especie de santo y seña, vio?
––¿Ver qué? ––dije yo, que estaba hipnotizado por la brisa marina y mi Mozart de pájaros ebrios.
El tipo hizo como si no escuchara, aunque dio un golpecito con su bastón, en el que adiviné cierta frustración y cierto encono. Después adoptó un aire grave y dijo:
––Un hombre escondido en la noche, callado frente al mar… ¿No me va a decir que no llena la imagen de un suicida?

(Los aires graves deben ser huérfanos, porque siempre es preciso adoptarlos).

––¿Escondido? ¿Se supone que los suicidas se esconden?
Al instante me arrepentí de preguntar eso y no algo más inteligente, como: “¿Por qué cree que estoy escondido? O mejor todavía: “¿Usted no escucha el canto de los pájaros ebrios?”

––Yo no creo que esté escondido, mi muy señor mío.
––¿El canto de los pájaros ebrios? ¿Se refiere a esa orquesta de delirio que no existe más que para usted? ¡Oh, sí: maravillosa interpretación de la Sinfonía Júpiter! ¿O es la marcha de San Lorenzo?
––El hombre es el principio de todas las cosas, Monsieur Je-ne-sai-pas, de las que son, etcétera…

––La muerte es escrupulosa siempre ––dijo en tono de filósofo Veda.
Quisquilloso el hombre.
Yo ya me había perdido a esa altura, pero imagino que insistía con su tesis de escondida.
––No ––dije, curiosamente, a la defensiva ––; si hay algo que la muerte no tiene, eso es escrúpulos.
Retrucó al instante:
––La muerte sí tiene escrúpulos; se llaman tiempo.

Una voz extraña me llamaba de muy lejos, como desde un sueño… Quizás desde un sueño.

Mozart había desaparecido; los pájaros habían muerto o se habían ido con su música a otra parte ––es posible, incluso, que ya estuvieran sobrios. La única melodía que flotaba ahora en el aire era el ronquido de aspiradora rota del mar y el mustio silbido de la brisa… En fin; la pésima música monocorde de la naturaleza que, por desgracia, nunca imita al arte.
––¿No va a preguntarme quién soy?
Lo miré tratando de mostrarme indiferente, pero reconozco que no es mi fuerte; lo único vital en mí es mi curiosidad; me desborda y consume.
Era muy difícil ver a ese hombre con claridad, porque un montón de burbujas habían empezado a salir de su monóculo; burbujas traslúcidas que parecían encerrar diminutos arco iris, titilantes y efímeros, que se deshacían en su carrera imposible hacia la noche.
––Veo cosas que no existen ––dije de pronto.
––Ya lo sabemos…
Los puntos suspensivos fueron casi visibles, como gotas de tinta china cayendo en un pentagrama.
––…Y por eso vino a verme ––completé ––Por eso lo mandaron acá.
Como imaginarán, dije “mandaron” en ese tono que es imposible describir, pero que cualquier lector será capaz inferir.

A veces pienso que, de algún modo, los esperaba.

––Sabemos por qué las ve.
––Yo también. Son delirios.
––Delirios nocturnos.
La forma en que pronunció esa frase me alteró un poco ––ese mismo tono inefable cuya descripción acabo de omitir.
––Sí ––reconocí ––nada más aparecen de noche. Son una forma especial de nictalgia.
––¿Nictalgia? ––dijo el otro explotando en una carcajada ––¿De dónde sacó esa palabra espantosa?

Quién sabe porqué, pero sí; los esperaba.

––¿Conoce alguna palabra mejor?
––Mejor no. Conozco la palabra correcta.
No la dijo.
O quizás prefiera decir que no lo hizo.
Si esto fuera una película expresionista o una novela romántica, ahí mismo hubiera estallado una tormenta eléctrica y un rayo hubiera alumbrado la cara de ese tipo, pero nada de eso pasó. 
Al parecer, no sólo la naturaleza no imita al arte, sino que a Dios no parece gustarle el cine de Fritz Lang.
––¿No va a preguntarme mi nombre? ––dijo el sin nombre.
Me puse cínico:
––¿Le dijeron que me lo diga?
Sonrió.
Su monóculo tuvo algo así como un chispazo de luz.
La noche seguía en silencio.
Miró hacia el mar por un segundo en tono dramático y siguió, después, con su guión:
––Si le digo mi nombre es como si no le dijera nada; me dicen o, mejor dicho, me hago decir Deamedio.
Omití todo tipo de comentario.
––Yo le diría el mío ––coqueteé ––pero algo me dice que ya lo sabe… Perdón: lo saben.

La paranoia es el último gesto esperanzado de los solitarios.

Deamedio guiñó su ojo izquierdo y ese peligroso gesto de complicidad hizo que su monóculo saliera despedido de su cara y volara por el aire, trasformándose en un trapecista presuroso, casi ingrávido, hasta quedar suspendido al costado de su cuerpo.
––Vamos a venir por usted mañana ––dijo al final ––Por la noche, por supuesto.
Yo casi no lo miraba. ¿Era otra vez Mozart lo que escuchaba? No: la sirena de un barco.

La decepción es, también, un pájaro ebrio.

––¿No quiere saber para qué? ––insistió Deamedio.
Ya no lo miré. Era mi turno de ser teatral.
––Ya me lo dijo, no?
Me miró perplejo.
Completé:
––Para leer el diario de mañana.

martes, 14 de agosto de 2012

EROS


Post coitum omni animal triste est

Fue increíblemente simple; tanto que cualquier forma de contarlo lo haría artificial, excesivamente complejo––innecesariamente complejo. Las palabras nos tienden a veces esa trampa, como cuando descubrimos que es imposible describir la forma de una piedra o el fragmento de un objeto desconocido y que, para hacer más intolerable nuestra impotencia, recordamos con absoluta nitidez.
Así de simple fue. El abrazo rompiéndose lentamente, dejando escapar un imperioso y conocido olor que los invadió al instante, que parecía denunciarlos, pero que era también una dulce voz de arrullo que los despertaba, haciéndoles recordar que eran ellos los que oían. 
Sólo ella (sentada en la mesa) estaba en parte desnuda, dejando ver su piel blanca y suave, tan fría como el mármol, escondiendo su cara en el pecho de él, ya vestido, que la miraba como desde otro mundo, sintiendo que estaba demasiado lejos de ella como para poder ayudarla.
Le habló, pensando por un segundo que era inútil, que ella no estaba ahí, que estaba lejos, muy lejos, buscando a Juan con los ojos que no se atrevían a mirarlo, que se ocultaban de él, hiriéndolo, arrancándole el alma. 
––¿Estás bien? ––Dijo él al fin, cuando pudo encontrar algo parecido a su voz.
Pero le respondió el silencio, un silencio que la hacía más presente, más dolorosamente presente y que lo hacía, también, más dolorosamente presente a él. 

domingo, 5 de agosto de 2012

SINSALABÍN


,,,,,La magia no consiste en hacer salir conejos de una galera; cualquier imbécil puede hacer eso... La magia, la verdadera magia, consiste en creer (al menos por un segundo) que el conejo salió de la galera.

Tragedia, pasado y misericordia. Un acercamiento a la obra de Ross Macdonald

  Nadie debería dejar este mundo sin haber leído a los cuatro grandes autores de la tragedia ática: Esquilo, Sófocles, Eurípides y Ross Macd...