––Linda noche, no?
Miré el cielo como si hiciera falta; un par de
estrellas derramando esa luz que los poetas llaman diáfana, una brisa cálida y
no muy fría cruzando la playa, la gravitación misteriosa de un mar invisible… ¿Qué
más se podía pedir? Lo que se dice una noche hermosa, sí. Pero ¿quién era ese
tipo? Y lo más importante: ¿era real?
––Defina real ––dijo Atávico… Pero no; eso fue mucho
después; y ese que estaba ahí no era Atávico.
¿Quién era?
Yo apenas lo veía. Era una especie de nube perdida en
la penumbra; la caprichosa combinación de un sobretodo, un sombrero anacrónico
y un bastón; poco menos que nada ––poco menos que alguien.
Hice un gesto ambiguo, indescifrable en la oscuridad,
y él se quedó a la espera, dando golpes ansiosos en la arena con su bastón.
“No; no lo conozco: eso es seguro”, pensé.
Describir a
alguien es practicar una magia pobre y absurda.
Tendría unos cincuenta años. Su sobretodo estaba
peinado al estilo de los novelines de espionaje. Tenía un aire equívoco… Quiero
decir, que se lo notaba disfrazado y apenas cómodo con su disfraz; como el que
trata de seguir con una broma que ya no tiene gracia. En síntesis: todo en él
era pobremente teatral.
––Hoy no tendría que matarse nadie, no cree?
Lo miré con curiosidad antes de responder:
––¿Por qué cree que me voy a matar?
La frase era ridícula, pero su pregunta (su sola
apariencia) lo era mucho más... Para colmo, tenía un monóculo ridículo en su
ojo izquierdo, que parecía una escotilla cerrada en medio de la cara.
La voz de un
extraño en la noche es siempre un poco irreal.
––Escuchó alguna vez eso de “El que piense en
suicidarse, que espere el diario de mañana.”
Una orquesta lejana empezó a sonar en ese momento. No
sé si era un buen momento, pero estaba ahí ––al menos en lo que a mí concierne.
“¿Eso es Mozart?” pensé ––deseé. A veces deseo
demasiado.
No es posible desear demasiado; la naturaleza
del deseo es desmesurada.
Era, por lo menos, algo parecido a la sinfonía
Júpiter, pero cantada por voces de pájaros o de locos.
––¿Serán esos los pájaros ebrios de Mallarmé?
(No estoy seguro de haberlo dicho en voz alta).
––¡Qué pregunta! ––dijo el otro y me asusté por un
segundo… ¿Sería ese hombre un telépata? ––Por supuesto que conoce eso del
diario de mañana ––dijo, para mi tranquilidad y decepción ––La verdad, el que
no lo conocía era yo… Me dijeron que lo usara con usted y lo usé… Una especie
de santo y seña, vio?
––¿Ver qué? ––dije yo, que estaba hipnotizado por la
brisa marina y mi Mozart de pájaros ebrios.
El tipo hizo como si no escuchara, aunque dio un
golpecito con su bastón, en el que adiviné cierta frustración y cierto encono.
Después adoptó un aire grave y dijo:
––Un hombre escondido en la noche, callado frente al
mar… ¿No me va a decir que no llena la imagen de un suicida?
(Los aires
graves deben ser huérfanos, porque siempre es preciso adoptarlos).
––¿Escondido? ¿Se supone que los suicidas se esconden?
Al instante me arrepentí de preguntar eso y no algo
más inteligente, como: “¿Por qué cree que estoy escondido? O mejor todavía:
“¿Usted no escucha el canto de los pájaros ebrios?”
––Yo no creo
que esté escondido, mi muy señor mío.
––¿El canto
de los pájaros ebrios? ¿Se refiere a esa orquesta de delirio que no existe más
que para usted? ¡Oh, sí: maravillosa interpretación de la Sinfonía Júpiter!
¿O es la marcha de San Lorenzo?
––El hombre
es el principio de todas las cosas, Monsieur Je-ne-sai-pas, de las que son,
etcétera…
––La muerte es escrupulosa siempre ––dijo en tono de
filósofo Veda.
Quisquilloso el hombre.
Yo ya me había perdido a esa altura, pero imagino que
insistía con su tesis de escondida.
––No ––dije, curiosamente, a la defensiva ––; si hay
algo que la muerte no tiene, eso es escrúpulos.
Retrucó al instante:
––La muerte sí tiene escrúpulos; se llaman tiempo.
Una voz
extraña me llamaba de muy lejos, como desde un sueño… Quizás desde un sueño.
Mozart había desaparecido; los pájaros habían muerto o
se habían ido con su música a otra parte ––es posible, incluso, que ya
estuvieran sobrios. La única melodía que flotaba ahora en el aire era el
ronquido de aspiradora rota del mar y el mustio silbido de la brisa… En fin; la
pésima música monocorde de la naturaleza que, por desgracia, nunca imita al
arte.
––¿No va a preguntarme quién soy?
Lo miré tratando de mostrarme indiferente, pero reconozco
que no es mi fuerte; lo único vital en mí es mi curiosidad; me desborda y
consume.
Era muy difícil ver a ese hombre con claridad, porque
un montón de burbujas habían empezado a salir de su monóculo; burbujas traslúcidas
que parecían encerrar diminutos arco iris, titilantes y efímeros, que se deshacían
en su carrera imposible hacia la noche.
––Veo cosas que no existen ––dije de pronto.
––Ya lo sabemos…
Los puntos suspensivos fueron casi visibles, como
gotas de tinta china cayendo en un pentagrama.
––…Y por eso vino a verme ––completé ––Por eso lo
mandaron acá.
Como imaginarán, dije “mandaron” en ese tono que es
imposible describir, pero que cualquier lector será capaz inferir.
A veces
pienso que, de algún modo, los esperaba.
––Sabemos por qué las ve.
––Yo también. Son delirios.
––Delirios nocturnos.
La forma en que pronunció esa frase me alteró un poco
––ese mismo tono inefable cuya descripción acabo de omitir.
––Sí ––reconocí ––nada más aparecen de noche. Son una
forma especial de nictalgia.
––¿Nictalgia? ––dijo el otro explotando en una
carcajada ––¿De dónde sacó esa palabra espantosa?
Quién sabe
porqué, pero sí; los esperaba.
––¿Conoce alguna palabra mejor?
––Mejor no. Conozco la palabra correcta.
No la dijo.
O quizás prefiera decir que no lo hizo.
Si esto fuera una película expresionista o una novela
romántica, ahí mismo hubiera estallado una tormenta eléctrica y un rayo hubiera
alumbrado la cara de ese tipo, pero nada de eso pasó.
Al parecer, no sólo la naturaleza no imita al arte, sino
que a Dios no parece gustarle el cine de Fritz Lang.
––¿No va a preguntarme mi nombre? ––dijo el sin
nombre.
Me puse cínico:
––¿Le dijeron que me lo diga?
Sonrió.
Su monóculo tuvo algo así como un chispazo de luz.
La noche seguía en silencio.
Miró hacia el mar por un segundo en tono dramático y siguió,
después, con su guión:
––Si le digo mi nombre es como si no le dijera nada; me
dicen o, mejor dicho, me hago decir Deamedio.
Omití todo tipo de comentario.
––Yo le diría el mío ––coqueteé ––pero algo me dice
que ya lo sabe… Perdón: lo saben.
La paranoia
es el último gesto esperanzado de los solitarios.
Deamedio guiñó su ojo izquierdo y ese peligroso gesto
de complicidad hizo que su monóculo saliera despedido de su cara y volara por
el aire, trasformándose en un trapecista presuroso, casi ingrávido, hasta
quedar suspendido al costado de su cuerpo.
––Vamos a venir por usted mañana ––dijo al final ––Por la noche, por
supuesto.
Yo casi no lo miraba. ¿Era otra vez Mozart lo que
escuchaba? No: la sirena de un barco.
La decepción
es, también, un pájaro ebrio.
––¿No quiere saber para qué? ––insistió Deamedio.
Ya no lo miré. Era mi turno de ser teatral.
––Ya me lo dijo, no?
Me miró perplejo.
Completé:
––Para leer el diario de mañana.