Confía en aquellos que
buscan la verdad;
desconfía de los que ya
la han encontrado
André Gide
Ha
de ser triste, muy triste, ir por la vida creyendo que las grandes gestas de
los pueblos son, forzosamente, un error. Porque si es triste creer que el
Quijote no era más que un loco corregible, mucho más triste, infinitamente
triste, es ir por el mundo creyendo que Sancho ––Sancho pueblo–– es un tonto.
Le llaman a este mal pedantería y, tristemente, anda muy difundida en este
mundo. El pedante desprecia todo tipo de acción por impura; como si esta
impureza, esta contradicción y ese poco de locura y de error, no fueran, no
solo propios de todo acto heroico, sino también deseable en sí misma… ¡Y todo
acto de un pueblo es, por definición, heroico!
¿Y por qué deseable?
Es que hay una enorme sabiduría, quizás intransferible, en no temer a la falta
y al error; porque por cada error heroico en este mundo, hay tantos aciertos
anejos, que a veces es imposible llevar la cuenta. Porque, si bien es cierto
que el Quijote confundió a los molinos con gigantes, también es cierto que liberó,
en un bosque de la Mancha ,
al criado bajo el látigo del labriego y forzó al verdugo a pagarle su salario (Quijote, I, IV) y cierto es que liberó
también a los esclavos que iban a los galeotes (Quijote I, XXII) y llamó doncellas a las meretrices de la venta (Quijote I, II). ¿Y es posible hacer todo
esto sin confundir, alguna que otra vez, gigantes con molinos? ¿El que pasa impávido
ante las aspas de un molino, se detiene después ante el agravio e interviene?
¿No hace falta, acaso, para desfacer
tuertos, contar con una fuerza,
un impulso, que va más allá de la razón, más allá del sentido común; ese
sentido común que se detiene, siempre, a juzgar la ingerencia real de un acto
en el mundo? ¿No requiere, en fin, el heroísmo un cierto olvido de la sensatez?
A esta otra fuerza le dan en llamar entusiasmo y los
pedantes le temen más que a nada en el mundo; el pedante teme al error y al
ridículo, porque su único tesoro, su única arma, consiste en no participar de
ninguna creencia, de modo de no estar nunca equivocado… Por eso nunca hay que
confundir el escepticismo del melancólico ––de aquel que desespera por no poder
creer––, del escepticismo del pedante ––que hace una vanagloria de su no creer––;
el primero, busca siempre la verdad, el segundo (aunque lo niegue) está seguro
de haberla encontrado.
Los grandes hombres y los grandes pueblos no tienen
sentido del ridículo, sino sentido de lo heroico; y el uno ––es hora ya de admitirlo––
excluye, necesariamente, al otro. Aquellos que, con toda justicia, con toda
dignidad humana, viven la vida con el temor de no ser lo suficientemente valientes,
harían mejor en desprenderse de su sentido del ridículo, antes que del miedo,
sin el cual no hay coraje posible; porque el valor, finalmente, no es más que la
superación del miedo y no su ausencia.
¡Fuera, entonces, el ridículo! ¡Fuera el miedo al
error y a la contradicción! Haríamos bien en montarnos, como aquel loco hidalgo,
a un rocín flaco y viejo, en forjarnos una armadura de cartón y hacernos de
armas olvidadas, cubiertas de orines (Quijote
I, I); en valernos de una bacía de barbero por casco y juzgarlo un soberbio
yelmo (Quijote I, XXI); o en armarnos
con la rama de un árbol, una vez rota nuestra lanza (Quijote I, VIII).
Porque andan por ahí ciertos pedantes diciendo que hay
pueblos más serios que el nuestro ––pueblos donde no tienen cabida ni Quijote
ni Sancho. Nos quieren hacer creer que existen pueblos que no sufren, no
sueñan, ni cometen errores; nos quieren hacer creer que existen pueblos que viven
bajo el yugo de la Pura Razón ,
que es la peor de las locuras y la menos pura de las razones. Y yo no creo que
existan pueblos así y, si los hay, pobre de ellos; porque serán, sin dudas, muy
serios, pero habrán de ser muy poco heroicos.
El supuesto estereotipo de estos pueblos (según estos
pedantes) es un tal Hamlet, que se pierde en devaneos interminables y no actúa
hasta que ya es demasiado tarde. ¡Pero qué distinto el Hamlet de estos pedantes
al Hamlet de Shakespeare, que era un príncipe trágico y melancólico!
Y, como ya dijimos, el escepticismo de los
melancólicos proviene de su desesperación de no poder creer; la duda de Hamlet,
en fin, nace de no poder tomar por real el fantasma de su padre. Este príncipe
no era un pedante, sino un desesperado; no temía al ridículo, porque un hombre
que teme al ridículo no se finge loco y, mucho menos, ante sus enemigos. Pero,
además, este príncipe actuó… Un minuto antes de la muerte, pero actuó. Y un
minuto antes de la muerte no es tarde; mientras el corazón late, nunca es
demasiado tarde para actuar. Y no puede haber pedantería en aquel que dice: ¡Hay algo más en el cielo y en la tierra,
Horacio, de lo que ha soñado tu filosofía! (Hamlet I, V)
La grandeza de Hamlet está en su duda y la duda es
cosa muy seria… ¡Y hasta los pedantes, que no saben nada, saben eso! El
problema de estos pedantes es que son capaces de dudar de todo, salvo de que los
demás puedan tener razón y no ellos; y lo que es peor; están absolutamente
convencidos de que sus adversarios son incapaces, a su vez, de toda duda… Y
cuando se tiene una absoluta certeza sobre eso, sobre el fanatismo de nuestros
adversarios, de nada sirve dudar del resto, porque la batalla contra uno mismo ––la
madre de todas las batallas–– ya está perdida.
Dijimos que Hamlet era un príncipe trágico y
melancólico; y nos faltó decir que es ese aspecto trágico de su duda lo que lo
salva; la suya es una duda orientada hacia la posibilidad del propio error, y
no tanto hacia el error del otro… ––Otro hombre trágico y, posiblemente,
también un poco loco, llamó alguna vez a mirar menos la paja en el ojo ajeno y un
poco más la viga en el propio.
La duda y la reflexión son necesarias y fructíferas,
siempre y cuando no se transformen en un calambre del espíritu; mientras no
existan sólo para alimentarse a sí mismas, matando la acción futura que tendría
que ser su fin. Una duda eternizada es un cáncer vital; como el agua salada, se
bebe con ansiedad, pero en vez de aliviar nuestra sed, la empeora, volviéndola
intolerable.
Es preferible correr el riesgo opuesto al del
escepticismo. La locura del Quijote, por ejemplo, es la locura del entusiasta; no
consistía sino en confundir verdades poéticas con verdades fácticas; aquello a
lo que Keats mentaba con eso de: Belleza
es Verdad; Verdad Belleza… ¿Por qué no habrían de ser ciertas las historias
de los caballeros andantes, si suponían un mundo más justo y valeroso? ¿Y quién
sabrá si el propio Platón no acabó por creer, realmente, en la Atlántida , de tanto
desearla y a fuerza de imaginarla apasionadamente?
Ciertos desequilibrios y cierto grado de ingenuidad,
lindantes a la fantasía e, incluso, a la locura, son inevitables y deseables en
un hombre… La salud mental es algo bien valioso, a no dudarlo; siempre y cuando
no suponga una perfecta adaptación a la realidad; tan perfecta, en fin, que
termine pareciéndose, peligrosamente, a la resignación o a la conformidad. Lo
único que podemos inferir sobre el primer hombre que habló, sobre el primero
que intentó dominar el fuego o valerse de una rueda, es que debe haber pasado
por un loco en su tribu, antes de volverse un sabio o un profeta.
Esa duda de la que hablamos, siempre necesaria, no
debe paralizar nuestros actos; y el entusiasmo no es opuesto a ella, como el
valor no lo es al miedo, por más que chillen los pedantes que, finalmente, no parecen
buscar más que excusas para estarse quietos o ––lo que es peor–– para fingir
estar quietos; como aquel Bachiller Sansón Carrasco al traicionar al Quijote…
¡Y al traicionar a Sancho!
Todo error, toda falta, corre el albur de ser
subsanable; no así una eterna omisión, sin importar lo loables o sensatas que sean
sus razones. Todo acto requiere, en fin, de una certeza, de una convicción, al
menos momentánea; y la vida, lo niegue quien lo niegue, exige de actos… Y
exige, sobre todo, de pasión, de amor y de entusiasmo… ¡Y hay que seguir
andando, aunque ladren los perros y los pedantes!
Ladran, Sancho*
*Esa frase tan famosa que Crevantes nunca escribió
2 comentarios:
––Lo siento mucho, pero no alcanzo a entender la diferencia ––dijo [Ivanov] ––. Quizás seas tan amable en explicarme.
––Por supuesto ––repuso Rubashov ––. Hubo una vez un matemático que dijo que el álgebra era una ciencia para gente perezosa, porque uno no conoce el valor de X, pero opera con él como si lo conociese. En nuestro caso, X representa a las masas anónimas, al pueblo. La política es el arte de hacer operaciones con esta X, sin preocuparse por conocer su verdadera naturaleza, mientras que hacer historia consiste en dar a X el valor exacto que debe tener en la ecuación.
Arthur Koestler, El cero y el infinito
Ahora que lo pienso, quizás mi problema ha sido siempre vincularme con Sansón Carrasco confundiéndolo con el Quijote.
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