viernes, 23 de agosto de 2024

Tragedia, pasado y misericordia. Un acercamiento a la obra de Ross Macdonald

 


Nadie debería dejar este mundo sin haber leído a los cuatro grandes autores de la tragedia ática: Esquilo, Sófocles, Eurípides y Ross Macdonald.

Ross Macdonald nació con el nombre de Kenneth Millar en 1915, en Los Gatos, y murió de Alzheimer en 1983, en Santa Bárbara, ambas ciudades de California, marco central de su obra, no lejos del mítico Los Ángeles que había agotado a las trompadas Philip Marlowe en busca del Santo Grial. Su detective fetiche fue Lew Archer, nombre que conlleva referencias a la obra de Chandler y Hammett, autores que fueron, huelga decirlo, sus grandes maestros. Este personaje llegó a la pantalla grande interpretado por Paul Newman que, movido por la superstición, pidió que el apellido del detective fuera cambiado por Harper. Este maleficio onomástico fue compartido con su creador, que debió cambiar varias veces su firma para diferenciarse de otros autores del género[1].

Mientras Hammett y Chandler nos hablan de la decadencia moral detrás del pesimismo de la Gran Depresión, Macdonald nos habla de la decadencia moral detrás del aparente optimismo del New Deal. Estados Unidos se había convertido en la principal potencia militar e industrial del mundo y el sueño americano parecía al alcance de la mano. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial, que prometía ser la última, la puerta hacia un mundo de paz y progreso ilimitados, estuvo lejos de cumplir su promesa, y el egoísmo y la codicia señalados como norte moral o inmoral de ese gigantesco motor deshumanizado, comenzaban a mostrar su detrás de escena.

Todo esto puede hacernos caer en un error muy común: asumir que el policial negro es estrictamente literatura social y, peor aún, realista. Como ya dijimos, el Estados Unidos del noir es, también, un Estados Unidos mítico, un nuevo juego de espejos, como fuera para cierto torturado personaje de Poe (y para el propio Poe) un tal William Wilson. Poco debería importarnos lo que dijeran los propios autores al respecto, ya Epiménides nos advirtió que todos los escritores cretenses son mentirosos: Donde Hammett, Chandler y Macdonald escriben San Francisco, Los Ángeles y Santa Bárbara, el lector bien podría leer Tebas, Creta o Atenas; es posible que la contracara de la moneda pase desapercibida, pero esta es imposible sin su correlato, que la completa.

Es, también, un lugar común, del que ya nos hemos valido en este ensayo, la idea de que Marlowe no es sino un caballero andante; su código moral no es muy distinto al del Cid, pero su mundo no es el del Cid, sino el de cierto Alonso Quijano, aunque él, a diferencia del manchego, es consciente de este divorcio. Este carácter quijotesco del detective de Chandler se traslada sin mella al de Macdonald. Los diferencia, sí, su relación con el lenguaje: ambos están sujetos a la primera persona, pero Archer está obligado a alejarse del estilo irónico de Marlowe (quizás por haber sido este parodiado hasta el hartazgo), si bien se permite lo suyo:

 

-¿Sabe que tiene sangre en la camisa? -dijo la mujer rubia.

-Ya sé. Me gusta así[2].


Archer es un héroe trágico. A diferencia de Sherlock Holmes, envejece y es plenamente consciente de su mortalidad; presencia el mundo con cierta resignación y se sostiene en él en el ejercicio orgulloso de su profesión. Sabe que trabaja por dinero, pero también que hay cosas que nadie, bajo ningún pretexto, debería hacer por una paga, porque “el dinero cuesta demasiado.” Su sentido del honor lo lleva, incluso, a no satisfacer lo que su cliente busca, sino lo que debería buscar: la verdad, aún a riesgo de perder su contrato.

Pese a esa intransigencia, Archer está lejos de ser draconiano; su norte es siempre la misericordia, según él mismo lo establece en The Goodbye Look, ante la inquisición de cierta mujer demasiado hermosa:


-Usted tiene una secreta pasión por la justicia.

-Tengo una secreta pasión por la misericordia. Pero la gente sigue recibiendo justicia[3].


La cruzada por la verdad no es para Archer un acto ciego de justicia, es un agente transformador, el único que, una vez liberado, es capaz de restablecer el orden, de sanar. La locura, la insania, es un resultado fatal del crimen y, sobre todo, la mentira necesaria para mal encubrirlo o enterrarlo, como mal enterrado queda el cadáver en The Underground Man, para muchos su obra maestra. El héroe de Macdonald, como Edipo, viene a poner las cosas en su lugar, a sanar a su comunidad. No hay nada nuevo bajo el sol, salvo que el sol que da luz al mundo es, cada vez, único e irrepetible: así como Santa Bárbara puede ser una máscara de Tebas y Las Vegas, de Gomorra, en la obra de Macdonald desfilan otras mil máscaras del mito antiguo: Edipo, Electra, Yocasta, Antígona, Prometeo… Sólo hay que dar vuelta la moneda para conocerla como tal.

En el policial clásico, salvo honrosas excepciones, el crimen no es sino el refugio final del salvajismo, el último obstáculo que el positivismo del siglo XIX encuentra al pleno desarrollo de su utopía. El crimen, por definición, es marginal, y afecta el mundo burgués y civilizado.

Para el policial negro el carácter obsceno del crimen es revelador, porque lo que todo sistema busca poner “fuera de escena” es marginado, precisamente, porque muestra, en palabras de Oscar Wilde “el horror de Calibán viendo su cara en el espejo”[4]. Por definición, este género se opone a los conceptos más caros del pensamiento posmoderno. En ninguna parte es más claro que en Rope (1948) de Alfred Hitchcock: el relativismo moral y el predominio de la interpretación del hecho sobre el hecho mismo, irrefutables en el pleno territorio de la razón, no se sostienen ante la presencia irrevocable del crimen: toda víctima es absolutamente real e impone una definición moral.

El bajo fondo, para esta visión del mundo, no es sino el reflejo visible de la corrupción moral de la clase dominante; el crimen pone en evidencia esto. Para Hammett este correlato sería crucial para exponer la lucha de clases en su tiempo, si bien, como todo gran escritor, logra trascender el mero pasquín; en Chandler y Macdonald, esta trascendencia es, incluso, más evidente: su preocupación es, sobre todo, metafísica y moral.

En The Far Side of the Dollar, Lew Archer se mete en el infierno en busca de un hijo que nunca va a ser pródigo, que no va a recobrar el camino perdido a casa, porque, precisamente, esa casa es el origen de su infierno, un origen desde el que se extiende al mundo. Para Macdonald, todo mal proviene, como ya dijimos, de un secreto inconfesable: ese es el gran pecado, el único del que es imprescindible redimirse antes de la llegada de las Erinias. El crimen que Lew Archer investiga, como solía pasarle a Marlowe, lo lleva siempre a un crimen primordial, que se pierde más allá del tiempo de la acción, un tiempo mítico al que nunca asistimos, al que, por definición, no podemos asistir.

El crimen que nos lleva a este crimen primordial es un castigo y una advertencia, pero abre, también, la puerta a una posible purga, porque el mundo es trágico, pero si se sobrevive a la experiencia del mal, es posible aprender de ella. Para el que es incapaz, todo está perdido y Lew Archer lo sabe; para ellos no queda sino la misericordia.


“Tuve deseos de decirle algunas palabras duras, pero me dominé. Slocum se había retirado de la realidad. Diciéndole que *** sólo habría conseguido sumergirlo aún más en ese mundo irreal.”[5] 


No hace falta insistir con que el hombre que escribe “algunos hombres se pasan la vida buscando la forma de castigarse por haber nacido”[6] tiene una visión trágica del mundo; no sólo sabe que hay un doloroso límite para los hombres; sabe, también, que somos nuestro único enemigo implacable, el único que tal vez nunca pueda perdonarnos. 

El detective viene a poner en escena lo que el mal dejó fuera, la omisión intolerable. Su afán, por ende, no es la mera justicia, y su aparente crueldad es, en realidad, la única misericordia posible, la de ese retorno doloroso, trágico, del pasado, convocado por el héroe de modo de purgar sus demonios. Esa purga, quizás imposible en el mundo real, es imprescindible en la literatura de Macdonald, porque Macdonald es un escritor clásico, uno de los últimos de los que tengamos noticia.


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[1]Primero de su esposa, nada menos que Margaret Millar (quien había adoptado su apellido), por lo que comenzó a publicar como John Ross Macdonald, suprimiendo después el primer nombre ante la creciente fama de John D. Macdonald.  

[2] The Drowning Pool (1950).

[3] The Goodbye Look (1969).

[4] The Picture of Dorian Gray (1890).

[5] Nuevamente The Drowning Pool. Suprimo una parte para no arruinar su lectura.

[6] The Chill (1964).

martes, 13 de abril de 2021

OTRA VUELTA DE TUERCA (JOHN CARPENTER'S VAMPIRE)

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En los últimos tiempos, innumerables series y películas de vampiros y zombis llevaron a la parodia un género fundante del séptimo arte. El burgués, al parecer, se ha propuesto reír del monstruo en vez de temerle. Esto no debería sorprendernos: cierto bachiller, de cuyo nombre no quiero acordarme, se jactaba de ver molinos ahí donde los héroes ven gigantes. Esta es una vieja, triste, historia que empezó en un banco de plaza de Florencia o Génova. Desde entonces, para el burgués, dueño hoy del mundo, todo es motivo de burla.

En nuestros días, no hay nada sagrado, ni siquiera para el cine*. Lo desconocido, lo inexplicable, es un estorbo. Los monstruos, cuyo reconocimiento suponía una iniciación y renacer del héroe y cuya muerte implicaba un costoso sacrificio, son suprimidos hoy como una simple plaga. Su existencia misma es vulgarizada mediante una explicación grosera de su origen, por medio de torpes devaneos pseudocientíficos: un virus, una alteración genética fruto de la radiación, un fallido experimento de laboratorio, cualquier cosa que no tenga que ver con la existencia del mal. Y ahí aparece John Carpenter’s Vampires.

Una mirada ingenua de esta película podría llevarnos a creer que Carpenter condesciende a participar del vicio que acabamos de denunciar, pero estamos ante otra vuelta de tuerca de este director**. El primer acto de JC Vampires nos muestra una cacería de no muertos muy curiosa. Todo el proceso, a plena luz del día, se lleva a cabo de modo mecánico, con toda la apariencia de un proceso de producción fordiano. La heroicidad se ve reemplazada por un gesto de tedio, acaso de alienación; el control es absoluto y sólo la falta de eficiencia y profesionalismo conlleva al daño colateral. De hecho, Jack Crow, el protagonista, no es más que un mercenario cínico y despótico, al parecer, desangelado, muy alejado de la figura primordial de Van Helsing.

Pero ese es el primer acto. La aparente concesión de Carpenter a la vulgarización del monstruo no es más que un disfraz. La verdadera acción comienza cuando el mecanismo de cacería, poco menos que aséptico, se desmadra. El vampiro, ese “espía secreto de Dios***”, se revela entonces incontenible, saliéndose de la línea de producción fordiana. Su costado diabólico tienta la corrupción humana, separa al amigo del amigo, y su muerte, finalmente, exige el sacrificio inevitable del héroe.

 La vuelta de tuerca de Coarpenter parodia a la parodia misma para restituir al monstruo su papel primogenio y legítimo.        

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*Hace poco supe que el negativo de Nosferatu fue destruido por la empresa que produjo la película para evitar no sé qué problema pecuniario.    

**Una señal inequívoca de que esta conseción no existe es el énfasis en la firma del autor, que aparece en el título mismo de la obra.

***Abelardo Castillo, en el ensayo "Los monstruos tutelares", del libro "Las palabras y los días." 

viernes, 12 de marzo de 2021

OLVIDAR PRAGA

 

.....Después de larga espera, Olvidar Praga será, por fin, editado por Gogol. Modificado con los años (con algún que otro cuento que quedó en el camino y algún otro un poco más nuevo). El mismo, pero distinto, como cada una de las criaturas de este mundo, sale al camino en busca de su propios molinos de viento.

viernes, 12 de febrero de 2021

SIMETRÍAS

 

Pasto clavel, una alternativa forrajera para el NEA - INTA Informa 

 

"Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno..."

Don Quiijote, 2, XXXII

 

Y si canto de este modo

por encontrarlo oportuno

no es para mal de ninguno

sino para bien de todos

Martín Fierro, 2, 33

martes, 19 de enero de 2021

PARÁBOLA DE LA CEBOLLA

 

La cebolla y sus milagros | Mariela TV

Podríamos llamarla la parábola de la cebolla… El mundo es una gran madeja, amigo mío. La suponemos enredada tan sólo porque nos asusta que se trate de una complejidad ilusoria; nos asusta que no haya nada que comprender. Analizar esa madeja en busca de la verdad consiste en tirar lentamente de la punta visible, como una hilandera; corromper su topología en busca de su invisible música, de la presunta armonía de los astros. A medida que avanzamos, todo parece simplificarse, hacerse más ordenado... racional... humano… Nos embarga entonces un optimismo engañoso. No nos damos cuenta, amigo mío, de que al final de ese proceso banal, no ha de quedarnos nada… Absolutamente nada.

viernes, 11 de diciembre de 2020

EL AJENO

 

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Conocí al ajeno por azar. Esta expresión, tantas veces usada a la ligera, no puede ser más exacta; sólo por azar, en el sentido más estricto, puede uno conocer al ajeno. Una tarde cualquiera entré a mi biblioteca vacía (o que suponía vacía) y me lo encontré sentado ante mi escritorio. Nada en él, salvo su imposible presencia, era llamativo. Daba la impresión de ser un hombre más bien vulgar, con algo de intelectual venido a menos y de oficinista anticuado. Mostró él una desganada sorpresa al verme; me explicó que ese era, claramente, su turno de ocupar la biblioteca y, por ende, la inconveniencia de mi irrupción. Ante mi queja burguesa, se encargó de desasnarme en tono burocrático: desde tiempo inmemorial, todo ajeno ocupa las habitaciones de su involuntario anfitrión en su ausencia y un obstinado plan cósmico evitaba el tipo de encuentros desagradables que acababa de producirse. Ante mi estupor, me preguntó, sin ironía alguna, a qué había adjudicado yo, hasta entonces, la suma de pequeñas inconsistencias de mi realidad cotidiana:  la pérdida o rotura inexplicable de algún utensilio de menor importancia, el movimiento casi imperceptible de ese incómodo adorno (regalo de un tío o cuñado), el gasto siempre desmedido de tabaco, café o yerba mate en la casa… Mucho debí preguntar esa tarde, y no lo hice. Una temerosa inquietud, una vaga congoja, estuvo presente todo el tiempo que compartí con el ajeno en ese, nuestro único encuentro; no tardé en dejar la habitación, urgido por la sospecha de una imprecisable profanación. De más está decir, que no volví a ver al ajeno; durante meses, adquirí la estéril, absurda, previsión de golpear antes de entrar, aun sabiéndome solo en casa. Algunas tardes de hastío, no sé si con la intención de escapar de mi melancolía o de solazarme en ella, pienso en ese hombre gris y especular, condenado a compartir mis íntimos espacios, mi adocenada rutina y mi soledad…

 

Tragedia, pasado y misericordia. Un acercamiento a la obra de Ross Macdonald

  Nadie debería dejar este mundo sin haber leído a los cuatro grandes autores de la tragedia ática: Esquilo, Sófocles, Eurípides y Ross Macd...