miércoles, 3 de junio de 2009

EL LADO DE LOS TOMATES

Más que post,
un naufragio mental

¿Por qué tanto post humorístico? ¿Me estoy yendo para el lado de los tomates? Es posible… Sin embargo, voy a intentar, pluma cuerrente, buscar una exégesis:

El que no se detiene a pensar hacia donde va, normalmente camina más y, no pocas veces, llega más lejos. En un mundo donde, al parecer, no hay a dónde ir, es posible que ese no sea un ejercicio tan absurdo. Tiende a creerse que el humor supone un tipo de contenido, cuando, en realidad, se trata de un registro e, incluso, de un modo de acceder a la realidad. ¡Y un modo muy critico, no sólo de la realidad misma, sino también del modo en que la pensamos (si es que estas dos cosas no son una)! Por eso siempre da la impresión de que el que usa este registro, está evadiéndose de algo, cuando en realidad está yendo a la médula misma de ese algo, por más que, visto desde los ojos de la razón, uno parezca perderse en el ejercicio de un medio sin fin. Y no niego que esto pueda pasar. Es posible que nos perdamos… ¿Pero por qué el temor a perderse? Lo que es yo, aplaudo al turista que luego de recorrer una ciudad desconocida anota en su diario: “me perdí en sus calles”, y no: “salí a recorrerla”, porque es el que de vez en cuando se pierde el único que tiene posibilidades reales de descubrirlo todo, porque la única forma de ir a un lugar que no sabemos que existe, es perdiéndonos. Y el humor tiene por función perdernos. En su ejercicio, nunca sabemos bien a dónde vamos, apenas si lo sospechamos algunas veces. No pasa eso con la razón: la razón nunca se pierde, porque construye mapas antes de echarse a andar. Y está muy bien que así sea, porque su tarea es esa: hacer mapas. Y bienvenido sea ese mapa cuando un hombre sabe a dónde va, porque entonces sí que es pecado desviarse. ¿Pero qué pasa cuando lo que se busca es un rumbo?

Por definición, no existen mapas de lo desconocido. Mucho menos, de aquello que no imaginamos que existe. Marco Polo no tenía un mapa de China cuando zarpó y, si lo hubiera tenido, a nadie le hubieran importado los pormenores de su viaje. No sabríamos, no nos interesaría saber quién fue Marco Polo. Y que si ese mundo no existía porque todavía no lo inventamos. ¡Ahí está el güevo y no lo pise! El humor, el arte, el mito, cumplen otra función; suplementaria, accesoria o a contrapelo de la razón, según el caso o el momento. Y esa misión es transformarnos en barcos sin brújula, en viajeros hacia lo incierto. Lo que se gana es una capacidad crítica temeraria. El humor no rinde pleitesía más que al goce de su ejercicio: a nadie respeta y su esencia misma es el cuestionamiento y el desprecio por las formas. De ahí lo absurdo del realismo, del arte comprometido y de todas esas paparruchadas que nada tienen que ver con descubrir islas. Se trata de crear nuevos mundos y no de describir este. O, mejor dicho, de asumir que, en gran parte, el mundo es creación de una conciencia, que bien puede proponerse agotar los mundos posibles, lógicos o ilógicos. Y la ventaja del humor sobre sus hermanos (arte y mito) es que tiene una pésima reputación que lo vuelve inimputable. Sí; una pésima reputación, porque digan lo que digan los que afirman tener sentido del humor, el humor es siempre el invitado indigesto, el convidado de piedra. Es como el hijo travieso al que todos pretenden amar, porque queda bien decir que uno ama al niño travieso. Pero es cuando rompe el jarrón cuando vemos quién es quién en la vida. Hay quién se espanta de que el jarrón se haya roto y hay quien celebra que por fin se haya roto algo.

Hasta ahí con lo de no tener un rumbo cierto. Pero, por otro lado: ¿Cómo saber si los pasos que damos a ciegas no son precisos? ¿Cómo saber, incluso, si los pasos erróneos no son tan necesarios como los que son dados en la dirección correcta? Fue al intento 2000 que Thomas Edison logró crear el filamento que hizo posible el foco de luz. Y el gringo no sentía que había perdido el tiempo: “Descubrí”, decía más que satisfecho, “1999 formas de no hacer un filamento”  

Además, por más que lo intente, no puedo creer que un hombre que no tenga sentido del humor pueda tener sentido crítico. La solemnidad es, a mi juicio, lo opuesto a la capacidad crítica, es la aceptación irreflexiva de todo lo que es presentado como incuestionable. El humor es lo contrario a esa actitud perruna. Existe, incluso, una forma de humor que parece moverse en ese oscuro territorio en que el lenguaje se agarra a los cachetazos con la lógica, donde las cosas que parecían significar algo (algo que muchas veces nos quitaba el sueño), ante la fuerza de la ironía, se revelan como absurdos, como sinsentidos. De hecho, la mayoría de nosotros no conoce o domina ningún otro mecanismo de refutación más que la reducción al absurdo. 

Creo también que, para los grandes hombres, la ironía cumple el papel que para los pedantes cumple la solemnidad. Pienso, por ejemplo, en las ceremonias de premiación. El que da un premio, se rige siempre por los más remañidos preceptos de solemnidad. El premiado, cuando es alguien que en verdad merece ser premiado, no puede evitar sentirse incómodo. ¿Por qué? Porque la solemnidad que lo rodea contrasta de modo tan violento con el mundo de la creación, con su modo de ver el mundo, que no puede dejar de sentirse ridículo. Se siente haciendo el papel de tonto por no encajar en ese ámbito de sonrisas guionadas, lugares comunes y estupidez. Nota, también, que quien lo premia ni siquiera es del todo conciente del tamaño o la cualidad de su mérito. Sólo dos cosas pueden salvarlo entonces; una mayor pedantería (que puede venir disfrazada de modestia) o la ironía. Es posible saber, entonces, si un hombre que fue premiado lo merece realmente, al ver su reacción. Si no ejerce el humor, lo más probable es que no tenga mérito alguno. 

Las circunstancias excepcionales tampoco admiten la solemnidad. Muchos recuerdan, por ejemplo, las palabras que pronunció Neil Armstrong al pisar la Luna, eso tan solemne del “pequeño paso para un hombre” Pero pocos saben que, segundos después, Edwin Aldrin Jr., segundo miembro de la tripulación del Apollo XI, bajó trabajosamente por esa misma escalera, cayó duramente sobre el suelo lunar y finalmente dijo, no sin cierta sorna: “A mí no me pareció un paso tan pequeño”

Edwin Jr., sin dudas, debió romper muchos jarrones de chico.


1 comentario:

Fede dijo...

Son como cuatro textos distintos mezclados, pero o logro ser más claro. Mejor escuchen el tema de "Angelito"

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