Capítulo Primero
En que françois villon comienza a
narrar, pluma currente y,
casi por
azar, los primeros hechos
y circunstancias de su malhadada
historia

¡Me cago en
Dios! Llevo diez, veinte días tirado en este chiquero sin mover un dedo y no
mejoro; a veces el dolor es tan fuerte que preferiría morirme a aguantar un día
más así, sintiendo como mis riñones se inflaman de mugre y pus. Para colmo se
acabó el aguardiente y ahora no me queda más remedio que escribir (yo, que
había jurado no volver a escribir una sola línea); era eso o ponerme a ver como
mi cuerpo se iba pudriendo por la gangrena, hinchándoseme la barriga como la de
un capón. Me parece mentira estar tirado en esta cama sucia, que alguien se
tomará el trabajo de quemar una vez que muera, tan viejo y tan cerca de la
muerte que da lástima verme... Lástima a cualquiera, por supuesto, menos a mí,
que me he pasado la vida abrazando al odio como a una virgen fabulosamente
bella, que viniera a salvarme de mi humana miseria... Pero, ¡qué estoy
diciendo! ¡Ahí voy otra vez a hacer la del poeta: no aprendes nunca François;
te estás volviendo un viejo imbécil! Sí, es eso, precisamente eso; un pobre
viejo imbécil. Y es curioso como la vejez nos vuelve niños de nuevo; hace unos
minutos me descubrí, asombrado, mirando como mis dedos jugaban a desarmar un
rayo de sol, con esa inocencia que ya creía perdida para siempre, como un gato
aburrido después de su siesta. (Salvo que yo ya no sé qué cosa es dormir... ¡Si
supierais cómo me duelen los riñones!) ¿Cuánto tiempo llevaba sin pasármela
así; tirado en la cama, jugando con los rayos del sol que caen en mi cara desde
el vano de la ventana, de un sol que me trae la triste bendición de una tarde
que no me tocará gozar? ¿Cuánto llevaba (me pregunto) sin pasármela en ese
juego ridículo y, a la vez, tan cautivante? ¿Treinta? ¿Cuarenta años? Todavía
recuerdo como gozaba de la holgazanería en mi juventud, cuando fatigaba los
infatigables burdeles y tabernas de la ciudad en busca de inspiración, de
placer o de un mero placebo a mi hastío...
¡Pero qué
torpe soy! ¿Es que todavía no he aprendido a escribir una simple historia?
Porque, aunque sepa que nadie va a leer esto y que, muy probablemente, sea yo
mismo el que se encargue de echar al fuego estas páginas, ¿no aprendí, acaso,
que siempre debo escribir como si alguien fuera a leerme? ¿Cómo podría,
entonces, empezar a contar mi vida o, mejor dicho: a contártela (¡qué curioso
artificio!), sin antes presentarme, sin empezar, a fuer de buen cristiano, por
el principio? Empecemos pues:
Mi nombre,
ante Dios y ante los hombres de buena o mala voluntad, es François de
Montcorbier. Es probable, sin embargo, que, si sois aficionados a las crónicas
delictivas o a cierto tipo de caprichos verbales, me conozcáis más como
François Villon. He nacido, como ya he dicho alguna vez, cerca de Pontuesa, en
un pequeño suburbio (una tal París, si mal no recuerdo), cuna de algunos de los
mejores bribones de Francia, lugar en el que me tocó vivir por algunos años y
del que, finalmente, fui desterrado con todos los honores que demandaba mi
nunca desmentida alcurnia de truhán y sieteoficios. En cuanto a esos medios de
subsistencia, sólo me resta decir, por el momento, que en mi infeliz tránsito
por la existencia, me ha tocado ejercer los poco rentables oficios de ladrón y
poeta. Poco rentables y, debo admitirlo, poco loables también; en especial en
lo que se refiere al segundo de ellos, al que debo, tan sólo, la ejecución de
algunas baladas de cierto o incierto mérito, a las que algunos mojigatos osaron
(¡mierda con estos riñones!) calificar de impúdicas en su momento. ¡Canallas
hideputas! A un paso de la muerte, sólo lamento no llegar a ver el día
(inevitable, si es que Dios es en verdad bueno) en que se pene con la horca a
los hipócritas, a los alguaciles y a los proxenetas, si es que, por ventura, no
son todos estos cerdos de una misma piara.
Así,
vendiendo algún que otro envío a borrachos y libertinos (colegas, la mayoría de
ellos) y aligerando a los incautos del estorboso peso de sus bolsas, me he
ganado el dinero en la vida, escudo sobre escudo y de mazmorra en mazmorra.
Para gastarlo (pues ambas son tareas de igual importancia en la vida de todo
hombre que se precie) me he proveído de los consecuentes vicios de jugador,
borracho y putañero. No hubo una taberna (permítaseme jurarlo), casa de juego o
prostíbulo, que estos diminutos pies que el Señor ha pegado a mi cuerpo pecador
no hayan pisado incontables veces...
Pero ¿no me
estoy adelantado, acaso? ¿No os había prometido antes de estas últimas líneas
que habría de empezar esta historia por el principio? ¿Es que no podré cumplir,
siquiera, esta ínfima promesa ante Dios y ante los hombres? Dejadme, pues,
intentar otra vez mi porfía:
Digamos que
mi nombre (para mayor comodidad) es François Villon. Como tal he abierto mis
ojos a este mundo (según he dicho ya infinidad de veces) en la mentada ciudad
de París. Este lamentable hecho (lamentable para mí y, en igual o mayor medida,
para el mundo) se produjo en el año 1431 de la Gloriosa Era de
Nuestro Señor Jesucristo. La fecha exacta (que, como bien sabemos, poco
importa) se ha olvidado o la he olvidado, que al cabo es, poco más o menos, lo
mismo. Por ese entonces, Francia estaba pagando (y sigue haciéndolo) el
doloroso precio de la llamada Guerra de los Cien Años, atrayendo más pestes
sobre sí que el propio Egipto en época de Moisés. Es muy probable (pienso
ahora) que la intensión que tuviera el Señor, por ese entonces, fuera también
la de salvar a los judíos, puesto que esos marranos (¡Dios los guarde en sus
ghettos!), parecían ser los únicos que tenían algo de dinero en aquellos días
de desesperación.
A la peste,
que era de por sí espantosa, se sumaban las hambrunas y la injusticia;
calamidad, esta última, que debíamos agradecer a nuestros déspotas y que era, a
fe mía, el único pan de cada día con el que contaba la plebe por aquellos
tiempos.
De mis
padres y de esos años de desolación, que tanto y tan buen esfuerzo hicieron por
coincidir con mi dorada infancia, poco diré; tan sólo que, felizmente,
acabaron... Dejaré caer, pues, sobre ellos, un pesado manto de piedad y, acaso,
de anhelado olvido. Además (y debo decir que por fortuna), poco recuerdo de esa
época que, sin embargo, y según he oído más de una vez, debería guardar para mí
como agraciada y feliz. (Permítaseme decir, entre paréntesis, que, a fe mía, no
he conocido un solo hombre que afirme haber sido feliz en su infancia que no
sea a su vez un tonto de capirote). Básteme decir que vi por entonces, con más
frecuencia y, para espanto de mi ya poco inocente alma, más señales del imperio
del dolor y la muerte sobre la tierra que del propio imperio de Dios.
Debo decir,
por lo tanto, que la parte no obscena de mi existencia, aquella sobre la que me
resigno ahora a escribir desde mi lecho de muerte, comienza a mis once años,
hacia 1442 o 1443 (no recuerdo ya muy bien), año en que ingresé, con gran
fortuna para mí y para alivio de mis padres, a la comunidad religiosa de
Saint-Benoît le Bétourné, dirigida por entonces por el buen doctor en derecho
canónico, hijo dilecto de Dios y hermano inmerecido de los hombres, don
Guillaume de Villon, cuyo nombre (como debéis haber descubierto ya) adopté
después como propio. Este gran hombre, fue para mí la primera y, quizás, la
única persona a quien deba agradecimiento y estima en toda mi amarga existencia
y también (me avergüenza decirlo) a la que pagué de la peor manera, haciéndole
arrastrar el peso imperdonable de mis desdichas y mi deshonra.