martes, 17 de julio de 2012

DIARIO DE FRANCO ALVA



17 de julio

“E cadi, lento cadi”


Después de ocho años y medio en Buenos Aires ––los ocho años y medio más arduos de mi agotadora existencia–– finalmente terminé de cursar mi cuarto año de Medicina. O casi. Todo un logro, si se piensa en lo difícil que es moverse en un ámbito académico sin adquirir, al menos por ósmosis, algún tipo de conocimiento; una inmunidad de casi nueve años no es, entonces, moco de pavo. Sin embargo, es posible que mis últimos tres años vaya a cursarlos en menos tiempo, debido a que mi padre me transmitió ayer, telefónicamente y del modo más vehemente del que es capaz, su firme decisión de omitir todo envío de efectivo a quien suscribe. Y cuando digo “del modo más vehemente del que es capaz”, nadie más que yo entiende a qué me refiero; nadie más que yo puede, a su vez, sentirse más a gusto con el carácter lacónico de ese comunicado ni, verbigracia, con su carácter meramente telefónico.
Mi padre es un Escribano Público Nacional. Es posible que nadie sepa muy bien lo que eso quiere decir; la mayoría de las personas tiene ya caracterizada la figura de un abogado, de un médico, de un arquitecto y, en los mejores casos, hasta de un ingeniero agrónomo, pero la feliz escasez de escribanos conspira en contra de su adecuada tipificación. Sin embargo, no existe una gran complejidad en su naturaleza: imaginen por un momento un abogado o una especie de abogado, al que le fuera conferido el derecho de determinar qué cosa es verdad y qué cosa no. ¿Se hacen ya una idea? ¿Pueden hacerse a la idea de un abogado capaz de determinar que sus mentiras son, por imperio de la ley, de la sacrosanta Ley de los hombres, que sus ramplonerías son, en fin, la verdad jurídica incuestionable? Porque eso es lo maravilloso de la justicia humana: no es la verdad, sino la verdad jurídica lo que la sostiene; la que nos deja sin nuestra casa después de un divorcio; la que nos mete en la cárcel por hacer lo que todos hacen; la que determina que nuestro intolerable calvario, luego de nuestra séptima caída y, ya al borde del temible Gólgota, va a quedar en suspenso hasta después de la feria judicial.
Pero ahora que lo pienso, mi destino podría haber sido peor. De acuerdo a la tradición edípica de nuestra sociedad, se espera que todo primogénito siga el camino de su padre o, al menos, todo padre parece esperar eso, sobre todo, si desprecia el camino que su padre eligió. Es una suerte de venganza velada, oculta detrás de una tradición y a la que, muchas veces, se quiere hacer pasar por una suerte de orgullo de casta. Por suerte, el camino egregio de la escribanía no es para cualquier hijo de vecino y ni siquiera lo es para más de un hijo de escribano. Como ustedes ya saben, el cargo de Escribano Público Nacional, con todo lo que le es anejo, constituye el último vestigio monárquico de nuestro sistema republicano y se hereda, de manera disimulada, tristemente obvia, de padre a hijo, de generación en generación y hasta el fin de los tiempos. Y yo (mientras hago una pausa en mis escritos para encenderme un repugnante mentolado que vaya a saber de dónde saqué), con exquisitos endecasílabos borgeanos, agradezco a “el vano azar y las infinitas leyes/ que rigen este sueño, el universo”, no por haber conocido a Alfonso Reyes, sino por un don más sutil: no haber sido el primogénito de mi padre; por no haber sido Agustín Teodoro de Alva (h), futuro Escribano Público Nacional, matrícula veintiséis mil millones treinta y dos mil y pico, en el día de la fecha (en el día de la fecha: ¡qué expresión tan estúpida!), en la ciudad de Mar del Plata, Buenos Aires, Argentina y ante la autoridad competente… No haber sido, en fin, el imbécil de mi hermano, con sus actas notariales y su cara de no tener la culpa de nada, de no haber pensado siquiera en hacerlo, de no haber pensado; todo lo cual me libró de seguir los pasos de mi venerado padre, según consta en autos.
Pero lo cierto es que ahora no me queda otra cosa más que buscar un trabajo. Supongo que después de veintiséis años de dulce holganza, de mi dolce vita (más propia de Rabelais que de Fellini), de mis no siempre fructíferas aventuras de casanova impúdico (más propias de Filloy que de Fellini), he de resignarme al destino de buscar un trabajo.
¡Y todo después de oto e mezzo ani!
(Las casualidades no dejan de aparecer cuando uno las busca concienzudamente… ––Omitiré decirles, en buen criollo, por dónde me da ese afán de simetría humano. En medicina le decimos escroto y, lamento decepcionarlos, pero no tiene cinco capas epidérmicas).
Además (pienso ahora), voy a tener que optar ––con todo el desgaste mental y emocional que conlleva esto––, cuál va a ser mi especialización médica. Es una lástima que el destino no conspire a mi favor en este sólo aspecto, que, por alguna razón, considero de relativa importancia. Si yo supiera, al menos (¡ah, si supiera!), si tuviera la certeza indubitable de que todos los Escribanos Públicos Nacionales terminarían siendo, eventualmente, mis pacientes, sin dudas, sin el más mínimo grado de duda, optaría por la proctología.  

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